jueves, 8 de agosto de 2013

Curiosamente




"El Papado tendrá nuevas normas. Lo malo de ayer dejará de serlo. La misa será protestante, sin serlo. Los protestantes serán católicos sin serlo. El Papa se alejará del Vaticano en viajes y llegará a América, en tanto la humanidad caerá".
Benjamín Solari Parravicini (que también es argentino), profecía de 1938 


Es curioso que la mayor parte (y la más bullanguera) de quienes propugnan por una “apertura” progresista de la Iglesia sean asimismo personas completamente alejadas de la religión católica. Bien profesantes de otros cultos, bien ateos. Siempre pendientes de novedades concernientes antes al plano político-material de la vida terrena, que al plano sacerdotal-espiritual que debería regular y orientar la vida de la institución eclesiástica.
Decimos que es curioso, porque siglos ha insumido al pensamiento moderno consagrar la separación definitiva de la Iglesia respecto de los asuntos del mundo. Desde la reserva interior que aceptaba Spinoza para el súbdito (innovando así respecto de Hobbes, que esperaba de éste la adhesión integral de cuerpo y alma), a la progresiva independencia de las monarquías respecto del papado (llegando a los extremos de las iglesias nacionales, de las que la anglicana es el ejemplo paradigmático), a la libertad de culto y la creación de instituciones civiles laicas en los Estados nacionales, a la directa indiferencia del poder político respecto de todos los cultos, e incluso, a la prohibición de cualquier alusión religiosa en los asuntos públicos de que hacen gala los más recientes avances (eliminación de crucifijos y de cruces de banderas, juzgados, edificios educativos, de la invocación de Dios como fórmula documental, etc.).
Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Con ese axioma táctico la Iglesia avanzó en la antigua Roma, para obtener primero la tolerancia hacia la desobediencia de los fieles respecto de cualquier exigencia de juramento a la autoridad política, luego la propia consagración como autoridad religiosa oficial con Constantino, y un siglo después, con la prohibición de los cultos paganos y su persecución con Teodosio. Con la debacle e implosión final del Imperio Romano de Occidente, la Iglesia ocupó el pináculo de la auctóritas, pasó a ser fuente y fundamento del poder terrenal. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico había de ser consagrado y entronizado por la autoridad católica para gozar de legitimidad, cuestión que luego se prolongó a las monarquías que cobraban progresivo vigor como fuerzas de unificación nacional: París bien vale una misa, dijo con pragmatismo el austero protestante Enrique de Navarra, al convertirse al catolicismo para acceder a la corona de Francia.


En fin, luego las guerras de religión, e incluso la contrarreforma, adunarán el concepto de separación de Iglesia y Estado, y la progresiva detracción de la Iglesia de los asuntos públicos, como también en Occidente, la decisión del Estado de apartarse absolutamente de la esfera de actuación clerical (concordato de 1966, reconocimiento de la educación libre, o sea religiosa, luego del intento secular de publicizarla en la mayor medida, etc.).
El poder político y la sociedad civil (en tanto sujeto político) se encontraban entonces ya libres y emancipados de la tutela eclesiástica. La Iglesia debía renunciar a su influencia terrena para centrarse en su misión espiritual, que en todo caso, redundaría mediatamente en regulación social de las conductas, estableciendo valores y reglas extra-jurídicas para sus fieles.
Esos valores y reglas, primeramente, fueron aceptados por el poder terrenal como idónea guía ética (en tanto guía del comportamiento ordenado) para la regulación social: recordemos que el peronismo, la principal fuerza política de la historia argentina moderna, reivindica sus raíces humanistas cristianas, y lo mismo hace la mayor parte del antiperonismo, que ha atacado a aquél con un fervor "cruzado" en 1955, si bien entonces hubo asimismo englobado a amplios sectores de ateísmo militante.
En cambio el progresismo, que como el liberalismo en los ’90 ocupa en exclusividad desde el año 2000 el panorama ideológico argentino (tanto en lo relativo a los consensos como en cuanto a los temas de agenda, las cuestiones que a todo el arco político le resultan relevantes), no hesita en proclamarse contrario a esos valores y reglas. En tanto superador (la visión progresista de la historia supone la superioridad moral de lo posterior en el tiempo, la idea de que la humanidad se encamina mecánicamente, por el mero giro de las manecillas del reloj, hacia una mayor madurez, sabiduría, bondad, unidad y capacidad para solucionar problemas) es negador. En tanto relativista, es enemigo de cualquier esquema normativo, sea éste jurídico, sea religioso. Por más que resulte polémico (frente a la utopía progresista que aspira a la supresión del conflicto y a la composición irenista de un tranquilo estanque social de aguas quietas como el aceite, donde la indiferenciación sustituya las discordias nacidas del individualismo o las corporaciones), hay que decirlo: cuando se suprimen las reglas de exclusión, las reglas que condicionan y delimitan las fronteras de las instituciones, éstas desaparecen.
Con la desaparición de las reglas desaparecen las instituciones. De nada sirve postular que “familia” como unidad celular es tanto un grupo constituido por padre-madre-hijos como un grupo constituido por amigos-compañeros de trabajo-un sobrino-el vecino de enfrente. Los márgenes se difuminan, la particularidad diferenciante de la institución se diluye en el estanque. Esta evidencia no obedece a ninguna moralina apriorística. No estamos en contra de que se considere familia, por ejemplo, a todo el grupo de personas que habita bajo un mismo techo, aunque ello habrá de deparar nuevas polémicas. La familia es una construcción social. En las sociedades matriarcales todos los hijos son de todas las mujeres, que viven aisladas de los hombres y los crían hasta cierta edad, en que los varones pasan a vivir en los colegios masculinos. En esas sociedades, la familia es el conjunto de las mujeres, mientras que los colegios masculinos (generalmente, constituidos bajo la invocación totémica de alguna divinidad) son otras instituciones separadas, dedicadas a la caza y a la guerra y al culto particular. Precisamente la Iglesia ha tomado prestados conceptos organizacionales semejantes a los de los colegios masculinos, y también lo han hecho las órdenes monásticas budistas por ejemplo. 


Bertrand Russell estimaba (Matrimonio y Moral, 1929) que en un futuro el Estado suplantaría la figura del padre (como educador, proveedor, preceptor, inspirador e ideólogo) y Aldous Huxley fue aún más lejos en Un mundo feliz (1932), al predecir la desaparición definitiva de la familia a través del monopolio del Estado en la reproducción mediante manipulación extrauterina y la prohibición absoluta de la monogamia: un mundo de individuos que viven una vida despreocupada, matizada de frecuentes relaciones fugaces.
Si la familia es una construcción social, es entonces artificial, y si es artificial, entonces puede ser suprimida. Dentro de ese razonamiento de índole progresista, que parte siempre desde la relativización genealógica de raigambre nietzscheana, pero empleada con propósitos de mera demolición, toda institución es, en cuanto elemento diferenciante, una engorrosa herencia vestigial, que la progresiva iluminación de la razón en el hombre habrá de suprimir.
Hay en ello una drástica diferencia, tanto con el pensamiento tradicional, cuanto con el superhumanismo nietzscheano que detectó su agonía. En ambos órdenes, la institución, como toda creación humana –de por sí, dificultosa, ardua y prolongada por muchas generaciones- era valorada como un tesoro. Un tesoro a preservar en el caso de la tradición; un tesoro que cimentara una evolución, que motivara su perfeccionamiento, en el caso de Nietzsche (quien se tomó el trabajo en Genealogía de la Moral -1887- de recordarle al mundo lo penoso y hasta tortuoso que fue el proceso de domesticación del hombre, para lograr de él una conducta civilizada que hoy puede parecer espontánea, pero que siempre corre el riesgo de perderse: “mata el miedo que guarda el animal, limpia el cuerpo pues dentro de él estás”. [Víd. este artículo]
La artificialidad de las instituciones en cuanto construcciones sociales, debe entonces servir para tomar consciencia de su fragilidad, de la necesidad de preservarlas, antes que para justificar su eliminación. El corrimiento progresivo de la frontera de denotación (qué cosas entran dentro del concepto y cuáles permanecen –todavía- afuera), que va de la mano de la flexibilización en la regulación de las instituciones, es un evidente sistema de dilución de la particularidad en el estanque de la indiferenciación, y por tanto, un mecanismo “poco traumático” de eliminación. La familia es una institución arcaica, vetusta, el último bastión corporativo (el término es usado, como siempre en nosotros, con su acepción clásica o durkheiminiana, es decir, como cuerpo social intermedio -víd. acá-) a ser derribado para dejar desnudo al individuo.
Pero, para preocupación de este esquema tan plano, debemos decir que el individuo también es una construcción social, y entonces también puede ser suprimido. Un individuo formado a partir de la familia como transmisora primaria de valores, y contenido por otras instituciones también axiomáticas, guarda una particularidad que choca contra la pretensión homogeneizadora y minimalista de la modernidad progresista (que pretende la suave superficialidad del homo consumens: ¿la vida despreocupada del “mundo feliz”?). Pero la desindividuación paradójica que esconde la eliminación de las instituciones, ¿acaso no deja nuevamente al descubierto esa animalidad descarnada, o sea, no deshumaniza

                                                                                               Imagen de Banksy, artista callejero británico.
 
Tenemos por un lado al marginal delincuente, generado a los ponchazos, al margen de cualquier atisbo de institución familiar (a lo sumo, la difusa figura monoparental de una madre casi ausente, que colecciona hijos de distinta procedencia y que no tiene la capacidad para criarlos), que se define casi excluyentemente en cuanto consumidor, viviendo el día a día "jugado", sin la mínima capacidad de ahorro ni de previsión, y que carece en absoluto de empatía porque desconoce las bases formativas del amor humano (también artificial). Por eso golpea a los viejos, por eso dispara al vientre de las embarazadas, por eso mata al padre delante de sus hijos.
Por el otro lado, al hedonista centrado en su progreso material, en la disponibilidad de íconos de consumo, electrónica de última generación, autos rimbombantes, viajes exóticos, mujeres de exhibición, esclavizado por el apego material que determina que hasta los hijos sean una adquisición caprichosa, y casi siempre, avergonzado y distante de su familia de origen.
Lo postula Norman O. Brown en El cuerpo del amor (1966): para lograr la universalización total, el paso definitivo hacia la indiferenciación y el igualitarismo, hay que eliminar tanto al individuo cuanto a la fraternidad (que es el concepto a través del cual él abarca tanto a las instituciones como a las corporaciones y también a las naciones, etnias y otras formas de agrupación opuestas al universalismo). Para eliminar al individuo no hace falta más que despojarlo de todo su “ornamento superestructural” (evidente y expresa inspiración marxista en su pensamiento): alma, espíritu, mente individual, personalidad. Despojarlo de todos esos elementos diferenciantes para desnudar su naturaleza animal. Como animales los hombres desindividuados formarían espontáneamente un ser superior, la Humanidad, como las abejas forman la colmena o las hormigas el hormiguero. Ese libro influyó definitivamente en el movimiento hippie. Aunque a título anecdótico, debemos consignar que, previamente a su carrera universitaria en casas de estudio de poco renombre (Róchester y Santa Cruz), Brown perteneció a la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), antecesora de la CIA. No consta que haya ocurrido en algún momento su desvinculación de la compañía.  
Es curioso entonces también cómo el progresismo, que confía tanto en la capacidad del hombre de auto-iluminarse y alcanzar la perfección y la armonía en una sociedad sin conflictos y sin diferencias, desprecie en tanto artificial, a toda creación humana, y tan sólo valore los fundamentos “naturales”. Toda creación humana, por ese mismo hecho de haber sido creada por el hombre, puede ser eliminada por el hombre. Hemos visto que, si puede ser eliminada, para el progresismo debe ser eliminada para dar paso a lo nuevo, en una suerte de renovación constante, similar al fenómeno tecnológico. Ampliando los límites hasta que los límites abarquen el todo, y entonces el fenómeno particular desaparezca.
Es decir, lo artificial señala la particularidad, diferencia, discrimina, separa las aguas, clasifica… conspira contra la igualdad natural (un principio apriorístico común a todo el pensamiento moderno). Destruyendo entonces todo lo humano, descarnando el muñeco de Dios hasta el tuétano, se llega al paraíso humano. Tiene su lógica: a todo paraíso se accede después de la muerte.
Todos los argumentos que sostienen la ampliación/dilución de los límites respecto de cualquier particularidad diferenciante se sostienen en la autoridad de la Naturaleza. Curiosamente, la autoridad de la Naturaleza (como creación de Dios) fue invocada tantas veces por la Iglesia como fundamento de sus regulaciones civiles. Pasando la Naturaleza de ser creación de Dios a ser creación de la Ciencia, es comprensible que la Ciencia entonces señale o respalde el nuevo paradigma anti-normativo. Pero el problema está, como siempre, en la cuestión ontológica: si el hombre es hijo de la Naturaleza o es su padre. Como hijo de Dios, vendría a ser lo primero, y entonces en todo caso el teólogo sería el naturalista. Pero como padre de la Ciencia, en cambio sería lo segundo. Y en ese segundo caso, solamente un solipsismo cartesiano puede fundar el criterio de Verdad en el sujeto, y ya no hay objeto.
Es el mismo solipsismo característico de la modernidad que funda la utopía de la supresión absoluta y definitiva de las diferencias, de la dilución total en el estanque, en criterios que por subjetivos son artificiales.
Destruir las diferencias por haber detectado en ellas su germen artificial, para conseguir la igualdad en la indiferenciación que procede de un deseo, de un concepto, de una visión, que por tanto es artificial, nos devuelve, en su paradoja, a la sensatez.
Ocurre que mentar a la Naturaleza como fundamento de Verdad es una falacia. Nada hay en el hombre de natural. Todo en él es creación. Si su cuerpo no ha sido por él creado, sí lo ha sido la consciencia y reflexión sobre su cuerpo. El límite de la percepción humana está en la percepción humana. El hombre sólo puede comprender al mundo como hombre y en tanto hombre. Todo lo demás lo excede y lo niega. El mundo entonces, en tanto construcción humana, es artificial. ¿Destruirá entonces el hombre al mundo? En pos del logro de la igualdad absoluta a través de la indiferenciación, eso es posible, si no es ya un proceso en marcha.
Pero volvamos a nuestro tema del principio: el desvelo de aquellos que no son católicos, o que son sólo nominalmente católicos y son progresistas (ésos que no creen ya en ningún dogma, ni obedecen ningún precepto, ni pisan jamás una iglesia, pero que de vez en cuando se persignan, o dicen que “creen en Dios” como un concepto genérico y difuso) es el proceso de apertura de la Iglesia. Cruzan los dedos ante cada posibilidad de un anuncio, ponderan la posibilidad de un cambio, extractan (¿descontextualizan?) cualquier referencia que pueda esperanzarlos… Nos preguntamos acerca del sentido final de esa nerviosa expectativa. ¿Se convertirán en católicos quienes no lo eran y volverán a la Iglesia los que alguna vez lo fueron si la Iglesia difumina (aún más) los límites entre lo que admite y lo que no admite en su seno, hasta hacerlos desaparecer? Y en tal caso, ¿qué diferencia habría entre ser católico y no serlo?
El Concilio Vaticano II (1962-65) avanzó decididamente en ese esquema de apertura. Felipe Pigna, en el último número de Viva, elogia entusiasta a Juan XXIII como “el mejor Papa” que ha tenido la Iglesia. Ya hemos dicho (aquí y aquí), empero, que las opiniones de ese autor son casi una pauta exegética infalible… por opción contraria. Pigna, que evidentemente no es católico, llega a esa calificación por la decisión y convocatoria a ese concilio ecuménico, que él considera (y no está solo en esa apreciación) antecedente del movimiento tercermundista que afectó a Latinoamérica poco después. Lo que nadie dice, pero todos ven, es que muy pocos habrán retornado a la Iglesia por esa apertura sesentista, pero una evidente estadística señala que más bien la Iglesia no ha dejado desde entonces de perder fieles.
En Europa los templos católicos son casi exclusivamente monumentos y museos sostenidos con fines turísticos, mientras una religión fuerte y dogmática como el Islam gana camino a pasos agigantados recabando crecientes adhesiones, ya no sólo de los inmigrantes magrebíes o árabes, sino de los propios europeos de muchas generaciones. Nos enteramos hace poco de la furia que acometió a Frank Ribéry (rubio descendiente de galos o de francos) cuando en un festejo del Bayern Múnich lo bañaron en cerveza. Recién pudieron calmarlo cuando le aseguraron (¿le mintieron?) que la cerveza del festejo no tenía alcohol. Es que Bilal Yusuf Mohammed se convirtió en 2009 a la religión que ya es la mayoritaria en Francia (país en donde hay más mezquitas que en Marruecos y Túnez juntos, incluyendo la que el Estado francés ha ayudado financieramente a construir en Poitiers, la ciudad en que Carlos Martel frenó en 732 la conquista de Europa por el Islam). 

 
 
Y el Islam gana adeptos de forma irreversible, con una velocidad arrolladora, ocupando una creciente proporción en toda Europa y también en los EE.UU. (donde se ha duplicado la cantidad de mezquitas en los 12 años que pasaron desde el 11-S), con sus preceptos rígidos y estrechos como un corsé, con su liturgia en árabe desde Al-Adhan, con sus prohibiciones absolutas, la exigencia de renunciamientos, de reclusiones (en el hogar o dentro de los vestidos desde la coronilla a la punta de los pies), de ascetismo, de la renuncia a las tentaciones materiales del mundo… su censura al hedonismo y su intolerancia para con los desvíos.
Mientras tanto, la Iglesia, con su complaciente apertura, obedeciendo a una presión obstinada y casi exclusivamente concentrada sobre ella, se ha transformado en una ONG más de buenos propósitos humanitarios. La apertura ha acercado la Iglesia a su entorno local (a través del empleo exclusivo del idioma local, y la adopción de música popular ligera en la liturgia, palmas arriba, moviendo las caderas, las actividades colectivas, los fogones, etc.) y a su entorno social (el trabajo de caridad, los voluntariados en villas y hogares de necesitados, etc.), pero la ha hecho víctima del proceso general de desacralización del mundo que experimenta Occidente. 
Reflexionábamos días atrás, a propósito de este artículo acerca de la necesidad de recuperar el misterio como factor movilizador. El misterio que se ha perdido con las órdenes iniciáticas, pero que increíblemente se sostiene en algunos mitos populares, retoños insospechados de un árbol de paganismo que se creía seco.